El amor incondicional de Dios
Por Francisco Cervantes Pérez
Dios amó tanto al ser humano que entregó a su Hijo, Jesús. Esta verdad profunda nos recuerda el carácter del amor divino: incondicional, sacrificado y desinteresado.
Vivimos en una sociedad que habla mucho del amor, pero son pocos los que realmente lo practican en su forma más pura. La incondicionalidad es difícil de vivir; casi todo en nuestra cultura busca una recompensa, un interés. Amar sin esperar nada a cambio implica renunciar al ego y abrazar al otro, buscar su bienestar incluso por encima del propio.
En ciertas épocas del año, como la Navidad o fechas familiares especiales, parece florecer con mayor facilidad ese amor generoso y abnegado. Sin embargo, el amor incondicional no debería reservarse para momentos aislados. Debe convertirse en una práctica diaria, visible en la generosidad de nuestros actos, en la atención que damos a los demás, y en la forma en que cultivamos la empatía y el servicio.
Cada etapa de la vida —cada ciclo, cada estación— puede ser una oportunidad para amar más y mejor. En este tiempo vacacional, por ejemplo, es posible vivir y expresar el amor incondicional de forma más consciente. Dediquemos tiempo a la convivencia en paz y armonía, a la escucha activa de quienes nos rodean, a compartir sin que nos lo pidan, y sobre todo, a estar verdaderamente presentes.
Este tiempo también puede ser propicio para volver la mirada a Dios en oración, pidiéndole el don de ser humildes servidores de su voluntad. Que los períodos de receso escolar como en esta época del año no sean solo un descanso, sino una oportunidad para que los estudiantes renueven sus fuerzas y sigan adelante en su formación integral. De esta manera, podrán convertirse en agentes de cambio, en influencia positiva y en protagonistas de un mundo más justo, compasivo y solidario.
¡Cuán grande es el amor de Dios!