Por Eduardo Briones Medrano
La muerte no es el fin absoluto de la existencia humana, sino solo el término de su tiempo terrenal. Frente a ella, se plantean dos posibilidades: la desaparición total o la trascendencia hacia una realidad eterna más allá del tiempo. La vida exige decisiones constantes que quedan grabadas en nuestra biografía, tanto en el tiempo como en la eternidad. Nuestras acciones—el trabajo, el amor, el sufrimiento, lo bueno y lo malo—construyen un legado personal.
Si el ser humano fuera inmortal, tendría infinitas oportunidades para corregir sus errores y cumplir sus metas. Pero, al ser finito, solo el presente le permite actuar con libertad y responsabilidad. El futuro es incierto, y el pasado, irreversible; solo el ahora—frágil y efímero—es el espacio para decidir. Aunque los actos pasados no pueden cambiarse, el arrepentimiento en el presente permite pedir perdón y enmendar caminos.
Sin embargo, el perdón exige reciprocidad: no podemos esperar ser perdonados si no perdonamos a quienes nos ofenden. Si la falta es contra Dios, el hombre permanece alejado de Él hasta que, con sinceridad, reconozca su error y suplique misericordia, como el hijo pródigo que regresó humildemente a su padre (Lucas 15,18-20).
Así, la vida humana adquiere sentido en la conciencia del presente, la responsabilidad de los actos y la posibilidad de redención a través del arrepentimiento y el perdón.